Puedo entender que el acuerdo firmado esta semana para transformar el Monumento a los Caídos y crear, con sus mismos mármoles, un centro de interpretación contra el fascismo es del agrado de unos, si bien otros claman por no tocar una piedra y muchos llevan años soñando con el derribo de ese mamotreto. Por el contrario, se me escapa la fórmula que hará desaparecer de la vista la omnipresente cúpula sin tirarla y, sobre todo, cómo nos sentiremos en un edificio, por muy resignificado que quede, aquellos que siempre lo hemos odiado.
Quizás por ello me duele que el centro lleve el nombre de Maravillas Lamberto Yoldi. Cuando hace una década, el palacio pamplonés de Rozalejo fue okupado, lo rebautizaron igual que a esta chiquilla de Larraga que los falangistas asesinaron en 1936 junto a su padre, en un acto de vileza como pocos en aquella Navarra alejada del frente.
Gracias al gaztetxe Maravillas muchos conocieron esta terrible historia. En breve, ese palacio será la sede de la dirección de Memoria y Convivencia y del Instituto de la Memoria y el nombre de la niña, perfecto símbolo de la inocencia frente al terror, se le adjudica al inmueble que, hasta ahora, denominamos Los Caídos. Poco ha importado que su única hermana deseara ver todo aquello convertido en una pila de escombros.