Eran poco más de las 11.30 de la mañana, hora en que el desayuno hace aguas y el cuerpo te pide algo más contundente. Ocurrió en un pueblo de Soria donde Vox tiene amplia clientela. El pueblo está perdido en el fondo de esa España vaciada, pero aquel bar estaba lleno. Tras la barra, un camarero de origen marroquí servía torreznos, carajillos, tintos recios en vaso palmero y bocadillos en pan de hogaza. Nadie fumaba, pero el ambiente estaba cargado como las memorias de Martín Caparrós.

Todas las mesas estaban ocupadas bajo un desorden marcial. Dos guardiaciviles, un cartero, una cuadrilla de cazadores, varios jubilados, tres agentes forestales y cuatro obreros de carretera a pleno rendimiento ante unos huevos fritos con jamón. Al fondo, la TV vomitaba noticias sin parar: “España triplica el consumo de cocaína en los últimos años”. “Dos adolescentes queman el pelo de un mendigo mientras se ríen de él”. Nadie se inmutó. Como si la vida fuera eso, un proceso de demolición. Me fijé que, en una de las paredes, junto a varias fotos antiguas del pueblo, se anunciaba el programa festivo del 6 de diciembre. Iba sobre “La Matanza”, la vieja tradición de la matanza del cerdo que se reproduciría en la plaza del pueblo. Pedí unos torreznos y una caña. En un periódico ya grasiento leí el nuevo desbarre mental de Trump: apoyar a los ultra abascales europeos para corregir la deriva europea debida a la inmigración y la pérdida de identidad civilizatoria. Joder, me dije, allí mismo tenía todas las variables que explicaban la paranoia trumpista: nostalgia del pasado, identidad, arraigo, inmigración y una juventud desquiciada que se la goza haciendo el cabrón mientras en España triunfa el tres en raya.

No sé si la vida ha cambiado de guion, si es posible tener esperanza después de Gaza o si la historia volverá a enderezarse tras este colapso psicológico, intelectual y político. No sé. Pero en ciertos lugares, a veces se hace la luz.