Leo por ahí, y pronto las oiremos, versiones de Olentzero en las que no viene corriendo a contarnos que Jesús ha nacido, sino que ha llegado el invierno: notición. Y a Mari Domingi, quien justo cumple treinta años, ya no la invitan a Belén, con la que está cayendo en la antigua Judea, sino a cantar, vaya planazo. En consecuencia, al final no se adora al hermoso niño –¿qué niño?– que nació allí, sino al crudo invierno, que se merece una bienvenida. La Navidad, ya lo sabrán, es la fiesta del solsticio en muchas escuelas. No veas cómo se descojonarían otros si alguien llamara al Ramadán el mes de la templanza intermitente. Bueno, en verdad risas haríamos pocas.
A mí ya me da igual, no es mi negocio. Si eso desea este pueblo, si eso permite por acción u omisión, habrá que pillar sitio y comprar palomitas. Pues hace falta ser muy iluso, o muy ignorante, para pensar que liquidando, en su doble acepción, un acervo cultural que va mucho más allá de lo religioso, nos admitirán con más cariño en la modernidad.
Tal vez suceda lo contrario, que los paisanos viejos, hartos de que los mareen, y por supuesto los nuevos, sin duda preocupadísimos por los usos y costumbres locales, acaben desertando de un paisaje tan poco firme, tan coyuntural. Por mí, ya digo, como si mañana inventan otro personaje navideño, perdón, solsticial, que atienda a la identidad mutable, y hasta otro estribillo en el que Olentzero ya no sea nuestro –¡ombliguistas!–, sino del universo. Eso sí, luego, si la cosa falla, que le pidan sopitas a Ortzi y la pachamama. Será muy tarde, vamos, como mínimo equinoccio transversal.