¿No retengo información nueva porque tengo el cerebro lleno o pensar esto es un consuelo? Me pregunto qué pasaría si consiguiera desalojar todo el pop que acumulo y que convirtió mi tierna víscera infantil y adolescente en una discoteca sin esfuerzo alguno, era escuchar y grabarse. Muchas veces con una íntima, inconfesada hasta hoy y contradictoria sensación de deliciosa vergüenza ajena por lo poco currado de las rimas y la simpleza del argumento, otras con estupor por el poderoso impacto de un par de palabras o unos acordes. Una vez fuera, ¿mi cerebro iría más rápido, funcionaría mejor? Tengo dudas sobre esta cuestión que aúna cantidad y calidad, pero esas piezas despiertan sensaciones tan agradables y estimulantes que no quiero deprenderme de ellas. Nunca se sabe cuándo harán falta.
Les cuento esto porque he leído que brain rot, que puede traducirse por podredumbre mental, cerebro descompuesto o deterioro cerebral, es para el diccionario Oxford el término del año. Sirve para nombrar al triste kilo y medio de grasa y proteína que queda tras absorber compulsivamente información trivial tipo el arte de envolver regalos, los signos del zodiaco más altruistas, la receta del bizcocho de calabaza, lo que nunca haría un japonés con un desconocido o el truco infalible para evitar el moho en la ducha. Así, todo seguido.
Parece que al cerebro le influye la calidad de la ingesta y su adecuación, supongo, a la trayectoria vital, si aquello a lo que accedemos es significativo y se engancha en conocimientos previos y los redimensiona o abre campos nuevos y amenos en los que sumergirse o es tan fragmentario e innecesario que sería el equivalente mental de las chucherías, venenoso. Esta información que nos asalta o que buscamos para relajarnos acaba convertida en un alien.
He visto que vuelven los Pecos.