Esta semana ha muerto una gran mujer tras una vida dedicada con esfuerzo al trabajo fuera y dentro de su casa. Una madre muy querida, una abuela y bisabuela que lo suyos no olvidarán. Una anciana que ha soportado una larguísima enfermedad, que dejó de ser ella hace muchos años y que ha tardado en irse en paz. La casualidad hizo que el mismo día de este fallecimiento, tuviera yo cita para entregar firmados los papeles de mi testamento vital.

Ese documento que, tras la aprobación de la llamada ley de eutanasia, nos permite expresar cómo queremos que sea nuestro final si la salud se nos deteriora irreversiblemente. Ahora, en plenitud de facultades, podemos dejar dicho qué ha de ser de nosotros –y por dónde no estamos dispuestos a pasar– en caso de sufrimientos intolerables o padecimientos graves, crónicos e imposibilitantes, deterioro de facultades mentales, etc. Es una decisión de peso sea cual sea el resultado que abracemos, personal y respetable. Hablando del tema, he visto que mucha gente de mi entorno ya ha dado el paso; otra mucha, no. Cuesta parar, sentarse y decidir sobre la muerte de uno. No pretendo señalar a nadie el camino a seguir, pero hay una idea que sí me gustaría ofrecer: dado que podemos hacerlo, apuesto por decidir antes de que decidan por nosotros.