Hace unos días, mientras intentaba hacer una foto a la luna, una pandereta, como los entendidos llamamos a la luna redonda y oronda, mi amigo Mieltxo ya había hecho una instantánea mucho mejor. Me estuvo explicando algo sobre la capacidad para ampliar del teléfono móvil, del mío y del suyo, y como es buen chaval pasó por alto mi habilidad discutible y su sapiciencia con el aparatejo. La luna con sus manchas y todo dibujaron un rostro, un perfil. Un tipo con gafas y melena, parecía en el primer vistazo. A la segunda ojeada había desaparecido el personaje anónimo y era Trump el que surgía pintado en el círculo lunar, con su cabellera y todo, con la boca abierta, metiendo alguna bronca, galáctica claro. Firmando no se cuántos decretos, que son broncas con esa firma gorda en letra de rotulador –qué bien montada la restransmisión de un señor mayor sentado a una mesa echando garabatos con placer y tesón, un nuevo espectáculo–.
En todas partes está. La luna, y también Trump. Y cuando no se le ve, se intuye. Los expertos medirán el vuelo de esas palabras que dan miedo y hielan la sonrisa. Estados Unidos necesita a Canadá, México, Panamá, Groenlandia y, lo siguiente, será hacer de Europa un parque temático, con visitas guiadas para observar las costumbres indígenas de estos países que se han reunido para ser juntos más grandes pero no le echan un pulso a casi nadie. Turismo quizás, mientras se monta un infierno donde Hamás, también se prepara otro para Maduro. A ver quién la tiene más larga. Porque va de esto. Mark Zuckerberg, dueño de Facebook, Whatsapp e Instagram, acaba de decir que las empresas necesitan recuperar la “energía masculina”. “Creo que tener una cultura que celebre la agresión un poco más tiene sus propios méritos”, dijo. “La cultura empresarial se ha vuelto algo así como más debilitada, y solo lo sentí cuando me metí más en artes marciales, que todavía es mucho más masculino”. La gente quiere salir corriendo de sus negocios, camino a la luna, o a otras partes. Esto va de repartir hostias.