Si tu cabeza es un estercolero y tu boca escupe cianuro a diario, incluso en tus sueños atascados como una cloaca, no puedes estar bien. Ni aunque te metas Ritalin para soportar tu propia vergüenza. No puedes ser un vecino al que se le pueda pedir sal, ni un amigo al que llamar a deshoras, ni un periodista que antepone la realidad a sus prejuicios, ni tampoco un político en quien confiar la gestión de tus ideales, aunque hayan caducado. No puedes. Pero ir de cabrón por la vida, no solo se ha puesto de moda, sino que es una herramienta de seducción política. Y hay mucha gente enganchada.

Oyes a Feijoo vomitando bilis como si fuera el ruido de la nevera, a Ayuso convirtiendo el “me gusta la fruta” en un libro que le dedica a un presidente hijo de puta, a Borja Semper, mintiendo risueño y relajando las escápulas, a nuestro Esparza desencadenado, sobrado de soberbia creyéndose el Simón Bolívar navarro, a nuestra Ibarrola rogando a la Virgen de los Resentimientos, a Sergio Sayas, ese político de colmillo retorcido que se dice honesto negándose a sí mismo tres veces al día, a Almeida gritar: “seremos fascistas, pero sabemos gobernar”, a Trump amenazar con que: “A partir de hoy en EEUU solo habrá dos géneros: hombre y mujer”, a Milei soltar que: “el cáncer de la humanidad es el socialismo”, y a Nissim Vaturi, diputado judío ultraderechista decir que hay que “borrar Gaza de la faz de la tierra”.

Oyes esto. Pero es que un día ves en Telegram a varios soldados israelíes cometiendo crímenes de guerra compitiendo por ver quien comete mayor barbaridad. Y otro te enteras que el nuevo cristianismo neopentecostal que triunfa en los barrios de algunas ciudades, no es ya una religión de amor sino una de odio al diferente. Y entonces te cuadra que Abascal diga: “más muros, menos moros”. Y no puedes creerte esta deriva. A no ser que estemos en una cuenta atrás. Me supera.