Creo que todas las personas deberíamos montarnos alguna vez en El 47 para hacer ese viaje que nos lleve a conocer aquello que casi ni sabíamos que existía a pesar de tenerlo cerca, lo que no vemos porque preferimos mirar para otro lado; un viaje que nos recuerde el valor de la lucha colectiva para conseguir avanzar en los derechos básicos de todas y todos. Subirnos en el autobús de lo incómodo, de lo que no nos viene dado. Aceptar de dónde partimos, orgullosos de nuestros orígenes cuando son humildes, sin renunciar a esa raíz que nos ancla, pero sabiendo también que vengas de donde vengas se puede llegar arriba, allí donde apunten los sueños.
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Recordar que una es de donde nace pero también de donde tiene que desplazarse a vivir en busca de esa vida mejor, que nunca es fácil. La película El 47 es mucho más que la historia de Manolo Vital, el conductor del autobús 47, y mucho más que la historia de Torre Baró, un barrio de Barcelona construido por las manos de sus habitantes, emigrantes de otras zona del Estado, en los años del franquismo; una zona olvidada por las instituciones que tuvo que luchar como barrio para lograr contar con las condiciones mínimas y con algo tan básico como un autobús que les permitiera llegar al centro de la ciudad. Ahora la historia ha sido llevada al cine y se ha convertido en una de las películas triunfadoras de la noche de los Goya, reivindicando el cine social, el que revuelve más que entretiene, ese cine tan incómodo como necesario. No creo que sea casualidad, como recordaba Marcel Barrena, director del filme, que justo el 47 es el artículo de la Constitución donde dice que todos tenemos derecho a una vivienda digna. Ese derecho y ese mantener siempre la dignidad es lo que nos recuerda El 47.