Seguro que a muchos les importó un bledo y siguieron a lo suyo, pero pocas cosas hay que enganchen más que la retransmisión televisiva del funeral de un papa –mi hermana diría que, por delante, sólo una boda de la familia real británica-. Pensaba ayer que me estaba costando más dejar de mirar la tele que, en su día, el tabaco cuando añadió mi hermana que contemplar este tipo de exequias era más adictivo que las pipas, las croquetas y los gusanitos juntos.

Será todo ese barroquismo, la grandiosa belleza de la plaza de San Pedro o la obscena exhibición de dinero, poder y capacidad de organización de masas de la Iglesia católica. Será simplemente que el cotilla que llevamos dentro quiere ver sentados en una silla roja y al sol a los mandamases del mundo, abrumados por una afligida y fiel muchedumbre que nunca les acompañará a ellos, junto a unos pocos pobres, migrantes, presos y transexuales que el difunto quiso invitar a sus honras fúnebres.

Será todo ello y sin duda el hecho de que se trata de un acto tan excepcional como lo fue el papa al que se despedía, una persona que en palabras del poeta Antonio Machado “más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”. Será por todo ello, no lo sé, pero qué difícil era dejar de mirar a Roma.