El miedo a lo oscuro no es nuevo; nos lo han inculcando, haciéndonos ver que siempre es mejor la luz que la oscuridad y hay que estar alertas ante la sensación de que algo puede pasar. Por eso ante el apagón insólito y todavía difícilmente explicable que acabamos de vivir, es normal que se acrecienten algunos miedos, porque nos ha puesto ante el espejo de cómo nuestras vidas dependen de estar enchufados y conectados.
Sin energía eléctrica, casi sin teléfono móvil y en muchos casos sin Internet creo que más que sentir pánico o caos ganó terreno el desconcierto y la inseguridad de no saber muy bien qué hacer ni cómo reaccionar. El apagón lo paralizó todo. De repente, sin aviso, sin tener un plan B. Duró menos de un día, pero lo suficiente para servir de simulacro de lo que puede ser un parón total. Ha sido una de esas cosas casi imposibles, de las que dicen que nunca pasan hasta que acaban pasando.
Como la pandemia, como otras que ya nos está tocando vivir. Lo cierto es que lo vivido en esas horas a oscuras volvió a mostrar el lado bueno de una sociedad solidaria, y sorprendentemente permitió a muchos y muchas poder disfrutar de la vida analógica, de no mirar el móvil, de parar, de hablar con el resto. Angustiados de no poder conectarse y aliviados de no tener que hacerlo al mismo tiempo.
Ahora, cuando ya la normalidad ha vuelto, es el momento de arrojar luz sobre esa otra oscuridad, la de la información, para que se sepa, con rigor y sin falsas especulaciones, lo que ha pasado. La ciudadanía tiene derecho a conocer y entender por qué pasó lo que pasó y si puede ocurrir de nuevo. Querer saber no es lo mismo que buscar culpables.