Nos fascinan los malvados, preferimos la pérfida madrastra a la empalagosa Cenicienta. Nos gustan aún más los supervillanos, de voz engolada, planes delirantes y una mezcla de grandiosidad y patetismo que los encumbra hasta acabar con el mundo. Lex Luthor, el Joker, Magneto… No solo quieren el poder: quieren el espectáculo del poder, su liturgia. Son ridículos y temibles a la vez. Y por eso funcionaron siempre en esa literatura gráfica del siglo XX que luego se ha reflejado en la pantalla.

No es raro, entonces, que ciertos líderes cultiven esta imagen un tanto grotesca para parecerse a estos personajes. No tanto por sus ideas (que en el fondo, como pasa en el cómic, son absurdas e irrealizables) sino más bien por su estética, su teatralidad, su ansia de atención. La literatura científica los describe como hiperindividualistas, resentidos con el orden establecido y obsesionados con redimirse a través del caos. Egos desatados que convierten la política en una saga de Marvel o DC. Desde la sociología, la atracción por estos líderes esperpénticos tiene lógica: en tiempos inciertos, lo exagerado resulta reconfortante. No por lo que propone, sino porque se entiende rápido. Como en los cómics, sabemos quién es el bueno y quién el malo.

Y además entretiene. Su ridículo no los debilita: los vuelve cercanos, incluso entrañables. Pero hay un problema: nos sobran supervillanos pero no existen los superhéroes. En la vida real no hay capa ni kriptonita. Lo que hay es ciudadanía, instituciones y (quiero pensar que aún existen) periodistas que no se rinden al guion. El supervillano prospera allí donde no hay testigos críticos. La única forma de frenarlo no es esperar un salvador con superpoderes sino dejar de reírle las gracias. Y denunciarlo. Porque sabemos que a menudo la risa es la antesala del miedo.