El pasado jueves imaginé a Antonio nervioso y agradecido, exorcizando los ramalazos de tristeza y con ganas de que la jornada terminara pese a un íntimo temor al preciso momento en el que cerrara la puerta del local al que ha dedicado 37 años. No siempre las despedidas son como merecen ser –de hecho, al mismo tiempo, otro apreciado bar de la zona, Inopia, dejó de abrir sus puertas en silencio, sin testigos–, pero tras lo acontecido este 1 de mayo no creo que el hasta ahora dueño del Toki Leza tenga queja.

Dirán muchos que alguien tan rotundamente fiel a su música, a pesar de todos los pesares y de estos tiempos tan poco roqueros, debía jubilarse –palabra que viene de júbilo, no olvidar– por la puerta grande y, conforme nos gusta por estas tierras, así fue. Le bailaron las dantzaris y los gigantes de su barrio del trabajo, le aplaudieron a rabiar mientras el protagonista lanzaba besos y cantaba con su grupo, Los Párrockos, la birra se acabó a media tarde, la gente abarrotó la zona, coincidieron viejas glorias que llevaban lo suyo sin pasarse por Calderería y hacia las 10 de la noche, con todo el pescado vendido, Antonio Armendáriz rondaba por el exterior de su querido Toki recogiendo vasos y restos de suciedad, barriendo la calle antes de meterse en el bar y pasar el pestillo.