El mecanismo profundo de la vida es el que es, claro. Y todos los seres vivos notamos su runrún ahí dentro. Todos lo entendemos orgánicamente. Cada uno a su manera, desde luego. Aunque no seamos capaces de expresarlo muy bien. No obstante, en ocasiones, de vez en cuando pero con relativa frecuencia, la conciencia gana un milímetro. Otro milímetro más, ¿no es maravilloso, Lutxo, viejo amigo?

La conciencia es ganancia. Y la conciencia colectiva no puede dar marcha atrás, esa es la cuestión, le digo. Y Lucho, que unos días pone acento de la montaña y otros acento de la ribera, me suelta, con acento esta vez de la zona media, que no se trata de dar marcha atrás, sino de ir más despacio, ostia. Sin más. Así que estamos una día más en el Torino, respirando este agradable viento fresco que caracteriza a la ciudad, y le digo: Pero ¿tú de verdad piensas que podemos controlar la velocidad? ¿Crees que tenemos ese poder? Últimamente, Lutxo, me hago muchas preguntas. Sobre todo en esas noches en las que el persistente aullido de los lobos me impide conciliar el sueño y subo al desván del ático con una vela para sentirme menos solo entre las telarañas. En cualquier caso, nos estamos haciendo cada vez más exigentes.

Y eso sí es, me temo, un hecho. Ya no somos tan fáciles de convencer como en los milenios anteriores en los que funcionaban los dioses. Ahora necesitamos un nivel de engaño superior, podríamos decir: más sofisticado e individualizado. Eso sería evolucionar, supongo, Lutxo, siento decírtelo de un modo tan poco delicado. Y entonces me dice que él no tiene nada contra la evolución. Que él solo cree que sería bueno que existiera algún sistema de frenado más eficaz.

Que a él la evolución le da igual. Que lo que le asusta es que los milímetros cojan velocidad. Es un tipejo testarudo, pero a veces me hace cierta gracia. Puede que sea esa su verdadera función en esta vida. Tengo que pensar una vez más en todo esto.