Abusamos de los clichés. Simplifican y resultan una guarida fácil para perezosos mentales. Son etiquetas que lo reducen todo a dos dimensiones, favorecen juicios de valor rápidos y, a menudo, sentencias equivocadas. Los de la limpieza, inmigrantes, gente sin estudios.
Conozco una oficina que limpia una señora que siempre llega peinada y maquillada. Es venezolana y su rostro rebaja una década los 58 años que tiene. Aquí limpia el polvo en superficie con agilidad y se esmera en interiores y exteriores de armarios. Allí trabajó de administrativa, más de treinta años en una petrolera, lo que le permitía vivir en un chalé ya pagado y haber montado un negocio de cafés. Dejó atrás una vida muy cómoda por falta de seguridad, porque salir a la calle sin saber si se va a volver a entrar, o si alguien te va a secuestrar a un familiar a la puerta de casa conduce a malvender lo que se tiene y cruzar un océano. Entre holgura sin vida y vida sin holgura, ganó lo segundo. Por eso en vez de ordenador y herramientas de gestión utiliza paño antipolvo.
Conozco a un padre que en Nicaragua estaba titulado en Trabajo Social, impartía clase y dirigía un grupo de danza universitario, dinamizaba colectivos infantiles y juveniles. En 2018 vino a Bilbao con su pareja y su hija para que los abuelos vascos conocieran a su nieta transoceánica. El día que había preparado la maleta para volver a Nicaragua su madre le pidió desde allí que no lo hiciera. Estaban disparando, no sólo persiguiendo, a muchas personas que él conocía, personas implicadas en colectivos sociales de educación, cultura, medioambiente y feminismo. Activistas de izquierda a los que el gobierno de un partido que fue sandinista y hoy es una dictadura a la que de izquierda no le queda nada amenazaba por teléfono, enviaba a sicarios y terminaba matando. Él ya recibió llamadas de aviso. En siete años aquí no ha conseguido trabajar en nada relacionado con su formación y experiencia. Se acaba de apuntar a un curso de Limpieza.