También este año, si todo va bien, el cohete me pillará lejos. Si lo veo por televisión, pugnarán en mí una vez más sentimientos encontrados. Qué pena, no tener 20 años para (querer) estar ahí. Qué suerte, tener 65 años para no (querer) estar ahí. Este año, a la nostalgia y el alivio, se le juntará un poco de inusual orgullo por la ciudad que me vio nacer.

Me parece un puntazo -un triste puntazo- llevar la denuncia por la masacre de Gaza al acto más importante, más multitudinario y de más resonancia internacional de todo nuestro calendario, algo que, probablemente, solo podría ser realidad en esta Pamplona de 2025.

Lo digo sin quitar un ápice de mérito a los otros candidatos a protagonizar el inicio de los Sanfermines de este año, a los que simplemente este año no tocaba, y sin dejar de percibir la extraña paradoja que constituye guardar unos segundos de recuerdo para una atroz tragedia como prolegómeno a nueve días de jolgorio, desparrame y amnesia.

Aunque quizás los Sanfermines sean ante todo eso, jornadas para el olvido de todo lo malo, rastrero y sucio de lo que acontece durante los otros 356 día del año. Quizás sea eso también el verano, inaugurado ayer, día de hogueras y de saludables quemas.

Quizás sea eso lo que necesitamos todos y todas en este momento, con un mundo y una política cercana absolutamente desquiciados, en el que simplemente da miedo abrir el periódico o encender la radio o la televisión. Un poco de benéfico olvido, de sana desmemoria, de curativa ausencia, por lo menos hasta septiembre. Luego ya veremos.