Hay algo de purificador y salvaje en los ríos que atraviesa el tiempo. Primero es lanzar piedras sólo para ver el espectáculo de su hundimiento cuando aún no sabemos si pueden flotar o desplazarse en horizontal bajo el agua. Después, el intento de pulverizar la ley de la gravedad y la de la densidad de sólidos y líquidos al conseguir que un canto redondeado y plano rebote sobre el agua y haga txipi-txapa. El placer del frío que estalla en las sienes cuando saltas desde una roca y atraviesas la línea que separa el aire y el agua como una bomba. La inquietud de no saber qué habrá ahí abajo, porque las aguas oscuras ya se sabe, pueden ocultarlo todo y, al fin y al cabo, somos intrusos en ese medio. Los últimos veranos he recuperado algunos ríos, los he reestrenado mientras acompañaba a mi hijo en su progresión de descubrimientos y placeres acuáticos.
Hay algo de liberador en agarrarse a una cuerda que algún desconocido anudó a la rama de un árbol para coger impulso y saltar al centro del cauce, donde más cubre. Liana áspera en mano te sientes un cruce entre Jane y Tarzán pero sin habilidades para sobrevivir en una selva que no sea la urbana. Sabes que si te picaran catorce mosquitos y pisaras algo viscoso en el fondo de ese cauce saldrías del agua corriendo, tropezando con las aristas de todas las piedras que lanzaste de pequeña y astillando la falange del meñique, la que siempre lo sufre todo. Pero si eso no llega -y aunque lo haga- gana la magia. Gana escuchar las risas de tu hijo al zambullirse y las tuyas propias, gana la excitación que provoca el vértigo y que cancela el ruido mental, ¿quién habrá atado la cuerda?, ¿habrá hecho bien el nudo?, ¿cuánto peso soportará?, ¿el nudo pasaría la ISO 9001?, ¿se partirá la rama?, ¿habrá una arista rocosa en el fondo esperando conocer un coxis? Habrá lo que tiene que haber, ganas de vivir. La eternidad del instante al que se le pide que dure. ¡Buen verano!