En Pamplona, durante los Sanfermines, hay tiempo para las cosas ordinarias y también para las extraordinarias porque mira que es difícil en una ciudad por la que durante una semana desfilan alrededor de un millón de personas, que coincidas en dos sitios diametralmente opuestos con alguien a quien no habías visto en tu vida.
Nunca me había pasado nada digno de reseñar pero desde este año seré uno más de los que puede contar una batallita sanferminera mientras en invierno ceno con mis amigos en Napardi.
Resulta que pude ver el encierro de los Escolares en un privilegiado balcón de perfecta ubicación y altura en mitad de la Estafeta gracias a las gestiones de los dos Fernandos -Zufía y Olleta- y todo bajo la impagable buena organización de Juanchi Patús. El caso es que, antes de las ocho, se sirve un copioso desayuno a quienes allí acuden a ver los toricos en la calle y para mi sorpresa...estaba Margot.
Ataviada con una blusa blanca de volantes de esas que no dejan ver nada pero que insinúan todo, desayunaba acaramelada a un conocido solterón pamplonés, un mutilzarra de manual de los que vive a medio camino entre ser elegante y canalla que la miraba con ojos golosones mientras mojaba un churro en el chocolate y se lo ofrecía a mi rubia favorita poniendo todo su interés en que no gotease y arruinase la ropa de su acompañante.
Ya comenté en estas mismas páginas mi encuentro del jueves día 10 con Margot en la Plaza de Toros. Consideraba el capítulo cerrado, aunque mi antebrazo esté tornado en colores que van del morado al purpura pasando por varios tipos de amarillos y ocres pero, en cuanto me vio, me reconoció y se levanto a saludarme de forma efusiva.
Total que como el organizador se percató de que nos conocíamos, decidió meternos a los tres en el mismo balcón y aunque ella nos llevó hasta la ventana asignada cogiéndonos a cada uno de un brazo, me zafé con rapidez. Los Escolares son sinónimo de peligro y ver otro encierro así, tan pegado a ella, ponía de nuevo en riesgo mi integridad física.
La preciosa galopada de los cárdenos avileños por la Estafeta, con un amago de montón justo debajo de donde estábamos nosotros y varias caídas violentas en la cara del toro volvieron a sacar de Margot todo su repertorio de grititos, aspavientos y agarrones en el brazo de su nuevo amigo local. Menos mal que pasaron rápido y la cosa, creo, no fue a mayores.
De todas formas y mientras Callejero I todavía limpiaba el vallado de la plaza dando más de un susto al personal y haciendo que los dobladores tuviesen trabajo extra para poder enchiquerar a ese díscolo que retrasó la duración de la carrera llevándola casi hasta los tres minutos, ellos ya hablaban de la posibilidad de ir a pasar el día -si la DANA no lo impide- a pegarse un chapuzón en la playa de Zarautz.
No quiero ni imaginarme al galán con su bañador de cuadros tumbado en la arena, tomando el sol y con la vista puesta en el ratón de Getaria lleno de arañazos y hematomas salpicándole los brazos.
Salvo los más soñadores, nunca nadie sabrá que únicamente son fruto de la visión en vivo y en directo de un encierro desde el balcón de un primer piso en la calle Estafeta de Pamplona.
Supongo.