El verano que fui barrendero me intentaron corromper, como si fuera un número dos del PSOE cualquiera (o uno de sus guardaespaldas). Por cierto, tampoco había que ser un sabueso o un Perro Xanxe para darse cuenta de que personajes como el tal Koldo, trigo limpio no eran.
En el caso de Koldo estaban, además, los antecedentes penales: fue condenado en 1995 por romperle varias costillas a un vecino del valle de Aranguren cuando trabajaba como segurata en las obras de un controvertido vertedero; y en 2010 volvió a ejercer de matón, en este caso apalizando a un menor que cometió el grave delito de entrar con una camiseta con el lema Independentzia a un bar en el que se encontraban varios aficionados de la selección española. Por lo que se ve, depende de qué pecadillos se perdonan. De hecho, Koldo fue indultado de su primera condena (y lo hizo, por cierto, Aznar). Dejamos para otro día cómo en España un violento gorila de discoteca puede llegar a las cotas de poder que, al parecer, ejerció el tal Koldo.
El caso es que, volviendo a mi trabajo como barrendero, al contrario de lo que piensa mucha gente, fue un buen trabajo. Realizaba mi ruta en solitario, lo cual me permitía, por una parte, dejar que mis pensamientos revolotearan en mi cabeza como si fueran hojas caídas de los árboles, que después recogía y echaba al capazo, y, por otra, convertirme en una especie de espectador invisible de la ciudad, que sabía por dónde se movía cada cual, de dónde salía, a dónde entraba, con quién…
Una parte de mi recorrido discurría por una zona de chalets, en la puerta de uno de los cuales una vez me abordó una simpática ancianita que, tras un rato de conversación, me alargó un billete de cinco euros. Al principio pensé que se trataba de una de las muestras de solidaridad que algunas personas solían tener con quienes trabajábamos en la calle, a pleno sol (en algunos bares nos invitaban a refrescos o a algún pintxo, por ejemplo), pero después la ancianita dijo: “Bueno, pues aquí −señalando la puerta de la que, deduje, era su casa− ¿ya limpiarás un poquico mejor, eh, majo?”. Yo ya había rechazado su propina insistentemente, pero tras aquella frase lo hice con una vehemencia tan evidente que de golpe los ojos de la simpática ancianita se convirtieron en dos ametralladoras de odio y clasismo con las que me fusiló, antes de darse muy digna la vuelta.
La corrupción a gran escala supongo que funciona de una manera parecida: gente que considera que puede comprar privilegios con dinero y gente que acepta este sin sentirse mal por limpiar a cambio un “poquico” mejor la puerta de unas casas que la de otras. Todo ello con una naturalidad −la naturalidad con la que la anciana quiso ganarse mi favor− aterradora, que muestra, en definitiva, que la corrupción no es un problema sino una costumbre.