EL asesinato premeditado de seres humanos en las colas del hambre de Gaza es ya una atrocidad insoportable que pone en evidencia tanto a quienes lo perpetran como a quienes callan. El sionismo radical ha impuesto su discurso expansionista, un belicismo exacerbado y una percepción mayoritaria de la población israelí de que solo por la vía de la imposición militar puede sostener su proyecto nacional. Ha reducido la contestación política persiguiendo a disidentes, criminalizando el discurso humanitario y con el populismo que engrosa las filas de un proyecto que niega la existencia a otros pueblos.

El régimen que ha asentado el primer ministro Benjamin Netanyahu practica el ultranacionalismo laico, el religioso y étnico y ha logrado que los discursos más radicales tengan acogida en la opinión pública mediante desinformación y una exaltación nacional en la que el disidente interior es traidor. Todo ello, con la cooperación de un aliado que ha pasado de ser indolente –Estados Unidos con las administraciones demócratas– a inmisericorde –con la de Donald Trump– y la incapacidad geoestratégica de Europa y su complejo por el genocidio perpetrado en nombre de los valores occidentales en el siglo pasado.

El cóctel se completa con un gran manipulador de sentimientos e intereses y salpicado de corrupción, como es el propio Netanyahu. Para preservarse de las consecuencias judiciales de su acción política al frente del Gobierno ha levantado varios muros de crisis bélicas con todo su entorno regional. El antagonismo con Irán –tanto directo como a través de Hizbulá en Líbano y el régimen de los hutíes en Yemen– se completa con el tensionamiento en la frontera siria. No dejan de ser distracciones de un objetivo atávico: la expulsión de la población árabe de Palestina y su sustitución por un único Estado viable: Israel.

El asesinato impune de la población palestina en Gaza está asentado en cotas de crimen de lesa humanidad –afianzado por el fanatismo de Hamás en el otro lado–, pero responde a la misma lógica que aplica en Cisjordania, acorralando y expulsando a los árabes de la ribera del río Jordán para obtener el monopolio del agua en la región. Los crímenes de Netanyahu tienen un objetivo, pero su castigo, mientras siga fuera de la agenda diplomática global, no llegará del derecho internacional.