Dos mujeres de avanzada edad abandonan su hogar en La Garganta, localidad extremeña amenazada por el fuego. La orden de evacuación es inmediata. No hay alternativa: la casa o la vida. Las dos personas arrastran en una pequeña maleta de viaje lo que han considerado imprescindible para pasar un tiempo fuera de casa –periodo que ignoran cuánto puede prolongarse– e imagino que también algún objeto que quieren poner a salvo de las llamas.
No hay tiempo para perder seleccionando esto sí, aquello no pero igual me cabe... Una de ellas, en un acto de fe, desvela ante la cámara de televisión que se lleva “un crucifijo y una imagen de la Virgen” porque “solo Dios nos puede ayudar”, remata. Amén. La otra confiesa con sencillez que ha metido en el equipaje “unas bragas”.
Y pienso, si me viera en su tesitura, qué rescataría yo en una pequeña valija: ¿algunas fotos, el disco duro del ordenador, ropas, ecografías y chupetes de los bebés, un anillo de mi madre, una cadena de mi suegra, escrituras y documentación..? Aprecio la serenidad de los creyentes que en un momento crítico aparcan lo material y encuentran consuelo en lo espiritual. Pero no olvido aquel viejo consejo maternal: “No salgas sin cambiarte de muda, por si te pasa algo…”.