Este agosto aproveché las vacaciones en una localidad costera del Mediterráneo para ir al peluquero. A las primeras de cambio, recién sentado en el sillón, salió el tema del trabajo y le dije que era periodista. “¿Pero de los del relato oficial? Porque esto ya es una dictadura”. El corte de pelo prometía. Ante gente que habla así estás perdido. Si le respondía molesto le confirmaría la tiranía orwelliana imperante o me tomaría por colaboracionista. Así que respiré para mis adentros, y le pregunté que desde cuándo estamos en crisis, y el señor de las tijeras me dijo que desde hace siglos, lo que paradójicamente me produjo un cierto alivio. Pero la homilía continuó hasta a la hora de pagar. Días después, en una librería del pueblo conocí a una veterana periodista madrileña, que al enterarse de que resido en Pamplona me advirtió de que ella era tan “facha” que Vox se le quedaba “a la izquierda”. La extrema derecha no crece por esporas, sino que se sustenta en esa suerte de Illuminati de supuesta sapiencia y arrojo.
Confusiones
La clave ante tanto desconcierto está en nuestra mirada a la realidad. Nuestra capacidad de conocerla y discernir. Cuando un exalcalde de Pamplona como Enrique Maya dice que el “proyecto político” de ETA “se va imponiendo” emite un mensaje a la audiencia de UPN, pero de forma consciente o involuntaria confunde ficción y realidad, argumentario y análisis. Nuestros sensores de situación son instrumentos delicados. A menudo convertimos prejuicios ideológicos en un acorazado de dogmas que nos aíslan de lo que pasa, impasibles al paso del tiempo. A todos nos puede pasar.
Falsos moderados
La parálisis de un sector de la sociedad ante lo que ocurre en Gaza es dramática. Lo seguimos viendo. Lo más perturbador es el racismo que late en quienes ven en los niños gazatíes al Moro Muza. Y los hay, claro que los hay. Incluso en gente que tiene los bemoles de creerse comedida y preparada. Esto es un dislate. En 50 años hemos pasado de la conspiración judeomasónica a la conspiración globalista. La dictadura se disfrazó de democracia orgánica, y ahora, con todas las pegas que le pongamos, muchos ven en la democracia un régimen dictatorial.
Hay gula por castigar a ‘los enemigos de España’. Como aportación política es paupérrima, pero capaz de erotizar a quien anhela el corte autoritario
Vivimos problemas viejos, y uno es el territorial. En 1906 escribió Joan Maragall respecto al catalanismo y la política española, repartió culpas y observó la disparidad emocional reinante. “Se pasa de la ilusión al pánico y del pánico a la ilusión sin atender nunca serenamente a la realidad”. Casi 120 años después seguimos parecido, basta una reunión de Illa y Puigdemont en Bruselas para que se remuevan las aguas. Puigdemont lleva fuera de Catalunya casi 8 años, pero no basta, no está en prisión, tiene un peso político que enardece al españolismo rancio. El soberanismo midió muy mal sus fuerzas en 2017, al Estado le faltó política y le sobró represión, y la derecha más dura se vino arriba.
La democracia está perdiendo la magia del pacto y del acuerdo porque la oposición detesta esta mayoría plural, y traduce la concertación en entreguismo, humillación y componenda. Cincuenta años después de morir Franco hay gula por castigar a los ‘enemigos de España’, independentistas, comunistas, magrebíes y monclovitas, capitaneados por el tirano Sánchez. Como aportación política es paupérrima, pero capaz de erotizar a quien anhela un cambio de corte autoritario y tirar por la borda el sentido común democrático. Ese personal influye, y ya no son ni cuatro abuelos ni diez nostálgicos, por más que a Abascal se le esté poniendo cara de Ynestrillas.