El alza sostenida en el precio de la bolsa de la compra se ha convertido en una preocupación cotidiana para millones de hogares. Lejos de tratarse de una simple subida estacional, asistimos a un fenómeno estructural que ha llegado para quedarse. Los productos básicos –pan, leche, arroz, aceite– han experimentado en el Estado incrementos que, en algunos casos, rozan el 35% en los últimos cinco años, por encima de las cifras de la eurozona o de Estados Unidos. Mientras tanto, los salarios se mantienen estancados o incluso disminuyen en términos reales, alimentando un círculo vicioso que golpea especialmente a las clases medias y trabajadoras. Las cifras oficiales hablan de una inflación contenida, pero la realidad del supermercado desmiente esa narrativa. Reponer la despensa o completar el menú diario se convierte en un ejercicio de resignación y cálculo milimétrico rastreando los precios más asequibles o las ofertas. En este contexto, muchas familias se ven obligadas a ajustar sus hábitos de consumo: comprar menos carne, sustituir productos frescos por congelados, renunciar a marcas tradicionales por opciones más baratas. El carro ya no se llena como antes, aunque la factura siga creciendo. El precio del arroz, el aceite, el pan, las frutas y verduras ha subido entre un 20% y un 60% en el último año, según datos de organizaciones independientes. ¿Y los salarios? Apenas han crecido, si acaso, un 4% en el mejor de los casos, y en muchos sectores continúan congelados o recortados por la precarización laboral. La inflación alimentaria, más cruel aún que la general, golpea sin distinción, pero con más saña a los sectores vulnerables. El aumento de precios no responde únicamente a la escasez o al clima. También es consecuencia de la especulación, la concentración del mercado y la inacción de las Administraciones frente a prácticas abusivas. Esta situación refleja una desconexión preocupante entre los indicadores macroeconómicos y la vida diaria. Mientras algunos celebran la “recuperación económica”, la mayoría de los ciudadanos no perciben mejora alguna en su capacidad adquisitiva. Por el contrario, sienten que cada mes su dinero rinde menos y que el esfuerzo para llegar a fin de mes es cada vez mayor, también para alimentarse.
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