La investigación de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU sobre la situación en Gaza ha limpiado de argumentos semánticos la falta de firmeza frente a la brutalidad desatada por el Gobierno de Israel en la franja. Quienes se agarran al silencio interesado o el matiz para eludir una postura firme no tienen más excusa: la estrategia del gabinete de Netanyahu cumple las características explícitamente descritas por la Convención sobre Genocidio de 1948: matanza –homicidio indiscriminado–; medidas orientadas a causar lesión grave a la integridad física o mental del colectivo agredido; sometimiento premeditado a condiciones vitales de destrucción –hambruna y éxodos sistemáticos–; y creación de un marco que impiden nacimientos. Solo la quinta condición –traslado forzoso y/o separación de niños del grupo humano agredido– no ha quedado fehacientemente constatada. Aún.

La publicación del informe ha coincidido con un recrudecimiento de la ofensiva que arrasa la franja y permite comprobar de nuevo la ostentación de la brutalidad, la satisfacción con el asesinato, expresado explícitamente por el ministro de Defensa israelí, Yoev Gallant, haciendo gala de un fanatismo inhumano. Esa deshumanización es la característica del conflicto. La matanza, en la medida de sus posibilidades, ha sido también aplicada indiscriminadamente por Hamás, pero no puede ser una excusa para la indolencia ante el crimen sostenido que comete el sionismo radical, que empata en fanatismo con el yihadismo más brutal.

Pero no es tiempo de sumar argumentos, más que sobrados, sino de responder colectivamente, desde principios éticos y humanistas; con la convicción de defender la dignidad y la vida de las personas por encima de los intereses estratégicos y por dotar de valor a la Convención de Derechos Humanos. El silencio, la inmovilidad, sitúan a la comunidad internacional en un marco predemocrático. Este gobierno de Israel no es un aliado de Europa ni ofrece una seguridad real a su pueblo, al que roba su derecho a la paz y la convivencia. Es enemigo de los valores democráticos y la estabilidad global y no quedan excusas para no sancionar contundentemente su estrategia. Es imperiosa una postura propia europea, liberada del seguidismo a una administración Trump que ha elegido ser cómplice de la barbarie.