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Isla Busura

Maite Esparza

Hadas

HadasCedida

Cuentan que entre todos los seres mágicos que habitan bosques y ciudades hay hadas. Buenas y malas, con una línea a veces discontinua entre unas y otras. He conocido a Flora, un Hada de la Naturaleza. Acogedora y tranquila, manejaba hechizos y destilaba poder curativo. Todos deberíamos tener cerca a alguien así.

La tía Flora era la hermana pequeña de mi madre. Cuando mi hermana y yo llegamos, ella ya estaba ahí. Había compartido con mi madre y una familia muy numerosa una infancia y una juventud de pueblo sanas, esforzadas, alegres y duras. Se quedaron huérfanas antes de cumplir los diez años. Aprendieron a especializarse en todos los oficios, tareas y actividades que abarcan lo doméstico y lo rural. Se reservaban para uso y placer intransferibles las mañanas de los jueves. Mañanas de mercado en Estella, luminosas y vibrantes por la expectativa de encuentros. Tacones impecables, trajes de chaqueta y falda, twin sets. Labios rojos, eyeliner y cabello negro corto y esculpido.

Las dos se convirtieron en madres con meses de diferencia. La pequeña prole de cinco hijos que sumaron entre las dos compartimos merienda en las rutas aventureras por Valdelobos, en un claro de hierba bordeada por arbustos que entonces me parecía la sabana y al verlo hoy pienso que cabe en una sala de estar.

Uno de los poderes de La Tía Flora, nuestra hada particular, radicaba en elaborar bizcochos con un vaso de nata tan densa que no se derramaba. Sobre aquellos bizcochos se podía saltar y batir un récord olímpico. Conocía los hechizos para curar tristeza, malestar y enfados por medio de sus recetas. Practicaba ese tipo de cocina. Lo ha hecho hasta el final. Ha cuidado cada instante a su familia y se ha entregado como se entregaban las madres y amas de casa profesionales de su generación. Ha estado pendiente de su hermana, mi madre, hasta que se despidió este lunes. Gracias por toda tu magia sencilla e imprescindible, tía. Te vamos a querer siempre.