Nunca se puede afirmar nada con seguridad. Decir para siempre, por ejemplo. Recurrimos a la seguridad para ignorar la tozudez y la exigencia del día a día, pero también es cierto que las cosas pasan aunque parezcan improbables. No sé si me explico. Me lo estoy diciendo a mí misma, que llevo año y medio largo sin dar una calada. A veces se me olvida que no fumo. Durante días o semanas parece como si nunca hubiera fumado. No es la primera vez que lo dejo pero igual es la definitiva. Yo era (o he sido hasta hace nada) una fumadora pautada con momentos de descontrol.

El día empezaba con el primer cigarro después del té. El segundo, ya en la calle, antes de entrar a trabajar. Hay toda una ruta de establecimientos donde me surtía si me había quedado sin provisiones y que no he vuelto a pisar. El tercero caía a las 10. No quiero seguir pero recuerdo los fijos. Todos y cada uno. Ahora me parecen una enormidad. Para qué hablar de los otros.

El caso es que algunos, los menos, me proporcionaban un cosquilleo en el estómago. Como mariposas. Renunciar a las mariposas en el estómago es costoso. ¿No opinan como yo? Pero analizándolas, me atrevería a decir que eran idénticas a las que se pueden experimentar antes de sentarse en el sillón del dentista o abrir determinados sobres. Lo que asociado al tabaco me parecía delicioso ahora es un disturbio, una antesala, pura ansiedad física. Es curioso, porque es precisamente cuando experimento esa sensación cuando recuerdo que ya no fumo. ¿Eso me ha gustado y satisfecho durante tanto tiempo? No me escandalizo, no va por ahí. Contemplo sin más. Se lo cuento porque leo que se ha estancado el número de personas que lo dejan.