Recuerdo a mi madre cogiendo puntos a las medias, una tarea que sedaba las tardes de invierno y mesa camilla. Esos puntos nos ayudaron mucho. Y me hizo pensar que la vida era cuestión de puntos. Esto lo confirmé en la escuela, cuando la ortografía me enseñó los puntos sobre las íes, que siempre pensé que colgaban de la cuerda de la ropa. También cuando me abrí la frente y me dieron diez puntos o las centésimas de punto que me faltaron para aprobar una oposición.

Los puntos me seguían a todas partes. Y eso que ya no usaba jerséis de punto, ni tan siquiera tenía un punto de vista fijo y hasta había olvidado el punto G.

Sin embargo, el otro día le oí a Feijóo, que por cierto es un punto muerto en el PP, hablar de puntos y me asusté pensando que la vida volvería al punto de fusión. Pero no. La cosa no iba de fusión sino de confusión, la de un hombre abonado a perder a los puntos. Su última ocurrencia iba, como no, de puntos, los que deben acumular los inmigrantes para ganarse la españolidad, que: “no se regala, sino que se merece”. Lo decía Feijóo, un tipo cuya riqueza personal parece misteriosamente desvinculada de su sueldo público. E insistía: la nacionalidad no es para delincuentes. Quizá por eso Montoro es rumano, Francisco Correa es senegalés, De la Serna y Aristegi argelinos y Jorge Fernández Díaz nigeriano. Incluso el mismo Feijóo es más español desde que se codea con narcos. Porque si algo controlan los narcos son los puntos de venta.

Luego están también los “errores puntuales” que viene a ser una expresión bisagra eximente de toda responsabilidad. Y si no que le pregunten a la exconsejera de salud andaluza y a Moreno Bonilla tras el escándalo del cribado del cáncer de mama en Andalucía.

Como ven, los puntos son muy necesarios en esta vida. Sobre todo si sobrevives en Gaza, donde lo que está salvando vidas son veinte puntos. Los de un plan que llaman de paz pero con muchos puntos suspensivos.