Cuesta sostener que los Caídos deben caer. Y no por falta de argumentos o razones que nada tienen que ver con el celebrado “consenso democrático” o con la pretendida necesidad universal de su conservación. No es fácil porque la resignificación, ese concepto trampa que no ha funcionado ni en Alemania ni en Argentina, ha fagocitado el relato satanizando la idea del derribo y la posición iconoclasta considerada inculta, desprovista de sentido común e incluso de inadaptación democrática.
Y es que, el actual discurso elaborado por las élites políticas, intelectuales y parte de la Academia, impone el imperativo moral de su conservación lo cual enmascara la realidad de un monumento que seguirá humillando a las víctimas y ensalzando a sus perpetradores. Esta operación revisionista ha necesitado de un malabarismo semántico y morfológico del discurso político sin precedentes. Sin embargo, y pese al blanqueamiento arquitectónico del edificio y sus nuevas finalidades memorialistas, los Caídos seguirán siendo un espacio de ignominia histórica. Porque en esa resignificación, el fascismo sigue sin salir de la ecuación.
Los teóricos de la resignificación dicen que este monumento se puede convertir en un artefacto que se vuelva contra sí mismo ya que el tiempo lo ha desactivado como expresión del franquismo más sangriento. Pues no, ni el franquismo está desactivado, ni los espectros desaparecerán. Tampoco es seguro que la resignificación nos haga mejores personas o aumente nuestra socialización en tolerancia, máxime cuando las víctimas no han tenido agencia ni liderado el proyecto, o lo que se pretenda.
Sé que no es fácil aceptar acciones contundentes. Porque ese es el miedo, que el derribo pueda tener un efecto dominó sobre otros monumentos fascistas en España. Pero la resignificación de los Caídos, vendida como nuestro trapo sucio pero lleno de pureza, solo podrá activarse sobre el campo baldío de su sombra desterrada.