Burlarse un poco de la condición humana, no está mal. Hay que hacerlo porque desfanatiza. Y eso es necesario. El núcleo de la comedia es sencillo. Siempre es igual: el sastre remendado, el esquilador esquilado, la paradoja, la parodia, lo que parece y no es, el rey ingenuo, el astuto que cae en su propia trampa. La cuestión es reírse de la farsa de la vida social. No de la vida, cuidado, sino de la farsa social. No es lo mismo. Reírse de la vida es imposible. Reírse de la farsa de la vida social es lo mejor que se puede hacer para no amargarse uno. A estas alturas en las que la farsa social (también llamada demasiado alegremente vida en sociedad) con sus mafias y masacres, y con sus deportes de élite e ídolos de masas, se ha convertido en la hipertrofia del espectáculo del consumo a gran escala. La sociedad humana como espectáculo basado en el autoconsumo.
Eso es el mundo: el dominio de la farsa. La civilización de la farsa, Lutxo, diría yo, si me dejas que me ponga un poco pesado. Pero bueno, estamos ahí, un día más, en la terraza del Torino, viendo pasar la vida, y entonces me dice que a él la bóveda le agrada. Y le digo: ¿Qué bóveda? Y suelta: Me refiero a la cúpula. Y sí, lo sé. Se refiere a la cúpula del mausoleo franquista, obvio. Le parece bonita. A unos les parece bonita y a otros fea. A mí me parece cabezona y cuellicorta, lo siento. Pero no me apetece hablar de eso, Lutxo, viejo gnomo. Entiendo que se quieran conservar algunos objetos del pasado por su valor sentimental. Hay gente conservadora que se aferra a lo antiguo porque les da miedo el porvenir. Lo entiendo. Pero ese monumento es un símbolo. Y retiene el poder de los símbolos. Sigue proyectando el espíritu y la pétrea firmeza con que se levantó. Aunque está visto que de momento no lo tiran, Lutxo. Todavía nos podemos pegar cuarenta años más hablando del tema, le digo. Y me suelta: Cuarenta años pasan volando, el cenutrio de la cuenca.
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