El polaco Andrejz Bargiel ascendió hace poco el Everest y lo hizo sin utilizar oxígeno embotellado, algo al alcance de solo 200 personas a lo largo de la historia. Tras llegar a la cima, se puso los esquís y descendió por donde había subido, la mítica ruta del Collado Sur, el Valle del Silencio y la Cascada del Khumbu. Era la primera persona en lograrlo. Hace unos días, en una web especializada, colgaron el vídeo del descenso, un mini documental de unos 30 minutos en los que gracias a drones y una cámara que llevaba el propio Bargiel se puede ver la montaña como yo al menos no la había visto jamás.
Desde la cumbre hasta el base, el documental te va mostrando no solo las peripecias de un esquiador habilidosísimo que supera dificultades muy serias en varios tramos, sino que vas viendo como nunca antes zonas legendarias de una montaña que conoces de montones de lecturas y de vídeos, sí, pero que jamás habías visto con ese nivel de calidad y continuidad: el tramo final con la Cima Sur, el Escalón Hillary, el balcón, el descenso hasta el collado Sur, la pared del Lhotse, el Khumbu… lugares que forman parte de la historia del montañismo y del Himalaya que, ya digo que al menos yo, veo por vez primera. Y no sé si hice bien en abrir ese vídeo. Era y es fantástico, la verdad, y la belleza de los paisajes y de los tramos y la propia epopeya lo merecen, pero ahora tengo esa sensación de que me han desvelado demasiado del secreto, el misterio y la magia de una montaña que está en el imaginario personal y colectivo desde hace tantos años que cada uno nos montamos nuestra propia idea y ensoñación de cómo es subirla o de cómo sería subirla.
No sé si hice bien. Está pasando con muchas montañas. Graban los ascensos y descensos con tal nivel de detalle y calidad que aquello que solo has imaginado se hace real. Y a veces imaginar es mejor que conocer la realidad. Por hermosa que sea.