La cumbre climática de Belém, el COP30, ha echado el cierre con un acuerdo tan aguado que parece que quisiera disimular la sequía y el sobrecalentamiento que vive la Amazonía. De los majestuosos planes de crear una hoja de ruta para abandonar los combustibles fósiles y de parar la deforestación que anunció Brasil solo queda el Acelerador de Implementación que de manera voluntaria permitirá colaborar entre países. Todo en ese espantoso lenguaje diplomático que resulta de andar yendo y viniendo con borradores cuando nadie quiere comprometerse de verdad. Y mientras tanto, en otro continente, el G20 en Johannesburgo bendecía la militarización del mundo y mayor gasto en defensa. Una dicotomía insoslayable porque unos aprueban triplicar los fondos de adaptación para un mundo en llamas, mientras en el otro se invierte masivamente en guerras y conflictos que justifican la explotación energética y frenan específicamente las políticas climáticas.
Es imposible no sentir indignación. Con razones: la ciencia, esa que denosta la ultraderecha mundial y su negacionismo, es tajante mostrando que el 90% del CO₂ proviene de quemar fósiles. Los planes climáticos actuales nos llevan a más de 2,5°C de calentamiento. Y sin embargo, la opción de siquiera nombrar el problema central fue vetada por los petroestados y sus aliados. El miedo al fracaso colectivo y el imperativo de preservar el multilateralismo han impuesto un pacto de mínimos que beneficia a la economía depredadora.
La ciencia es clara, las catástrofes ya son cotidianas, pero el mundo inversor sigue apostando por la ruina. ¿Volveremos el año que viene a la COP31 en Antalya para comprobar que, de nuevo, no podemos pronunciar las palabras “combustibles fósiles” porque el negocio que los alimenta mueve demasiado dinero? El espejismo climático nos va a llevar a la ruina.