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Peste porcina

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Hasta que cambiaron a Hondarribia, la excursión de fin de curso del colegio solía ser a Urbasa. No había un intenso programa. Llegábamos al Raso mareados como patos, nos echaban del autobús y, supongo que tras dar una vuelta, los que ahora llamaríamos monitores nos abandonaban junto a la carretera mientras ellos almorzaban en el palacio del marqués de Andía, venta por aquel entonces. Unos sacaban el balón y otros nos inventábamos exploraciones y lances varios por la campa, aunque le verdadera aventura comenzase a la hora del bocadillo. Sacarlo a la luz era como convocar a la jauría. ¿Perros? No, cerdos.

Grandes y pequeños, monocolores rosáceos o moteados, aparecían como por arte de magia de no se sabe dónde para birlarnos los bocatas. Menudos cabrones. No le hacían ascos al canibalismo; jamón o chorizo, chocolate o tortilla, todo desaparecía en la voracidad de sus fauces. Un momento de despiste, un segundo de abandono en el suelo o encima de un tronco y ya te habías quedado sin pitanza. A veces te lo quitaban de la misma mano de un triscado que amenazaba con dejarte un muñón. Otras casi de la boca, o incluso de la misma mochila que agujereaban con sus colmillos tras arrastrarla por el monte. Cómo corrían los hijoputas con el botín en el morro, y mejor no perseguirles, porque se te revolvían como sus primos los jabalíes, probables consanguíneos de la mayoría de ellos. Nuestras quejas y lloros poca mella hacían en nuestros cuidadores cuando estos acababan por salir del palacio tras una sobremesa de patxaran y faria. A Pamplona retornávamos otra vez mareados y casi siempre hambrientos. De mayor he vuelto a Urbasa para comprobar que poco cerdo queda entre tanta vaca y tanta yegua, tanta oveja y tanta cabra. Igual se los cargaron todos nuestros bocatas, como ahora a los jabalíes catalanes. Bien merecido. Aquello sí que era peste porcina.