La lectura de los 238 folios de la sentencia del Tribunal Supremo contra Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, difícilmente servirá para apaciguar el debate técnico jurídico que arrastra todo el proceso desde su instrucción. Sin unanimidad en el Tribunal, el fallo inhabilita a García Ortiz por revelación de secretos, pero el voto particular disidente pone en evidencia profundas contradicciones que no ayudan a ratificar su solidez. Refleja la sentencia firmada por la mayoría del Tribunal una prioridad por obtener conclusiones alineadas con la instrucción prospectiva realizada en fase previa.
Esto se traduce en que, más que a la acreditación contundente de los hechos incuestionables y a la solidez de las pruebas que acrediten sus conclusiones, el ponente dedica un espacio prioritario a desmontar los argumentos de la defensa, como si bastase con eso para sostener la hipótesis contraria. Más que un relato probatorio, contiene un ejercicio dialéctico prospectivo para sujetar una sola hipótesis resultante, obviando la obligación de aportar una carga de la prueba más allá de toda duda razonable. Hay demasiada narrativa acusatoria allí donde los hechos incuestionables no permiten cubrir los extremos de la acusación.
En la propia sentencia, el voto particular de las dos magistradas en desacuerdo reprocha al ponente haber pasado por alto hechos probados en el relato cronológico, siendo elementos que introducirían dudas razonables sobre la decisión final. No las consideran omisiones menores en tanto su ausencia condiciona la fiabilidad del veredicto, al ignorar indicios que podrían exonerar o matizar la conducta imputada. Tal discrepancia interna revela fracturas en la Sala, haciendo que el fallo parezca más político que técnico.
El caso continuará su proceso en tanto García Ortiz dispone de la instancia del Tribunal Constitucional y, haya o no corrección de sentencia, las partes disponen de las instancias europeas. Sin embargo, su explotación política ya ha cumplido su objetivo: descrédito del Ministerio Fiscal y deslegitimación del Gobierno español. El daño es grave porque la discrepancia técnica impacta en la debida neutralidad de la institución judicial. Salvaguardar su desempeño del alineamiento político se antoja difícil en estos momentos en que el sustrato ideológico parece contaminarla.