Si algún denominador común tienen las estrellas del firmamento musical es que su capacidad creativa se agota. Lo habitual es irrumpir con algunas canciones deslumbrantes, encadenar una etapa más o menos larga de lucidez compositiva para pasar a vivir de las merecidas rentas. Llámese AC/DC, Iron Maiden, Joaquín Sabina o nuestro querido El Drogas, todos ellos han seguido en activo con sus mejores canciones gestadas el siglo pasado.
El caso de Robe Iniesta es excepcional. No sólo ha mantenido un altísimo ritmo productivo, sino que, como los buenos vinos, ha ido mejorando con el paso del tiempo. Con algunos matices, la carrera de Robe ha seguido una curva de calidad creciente. Cada disco superaba al anterior gracias al talento de un artista que ha marcado una época.
Otra cosa ha sido su azarosa vida de confeso coqueteo con las drogas y posterior salida de ellas que afectó más a su propuesta en escena que a sus grabaciones de estudio que, independientemente de la calidad del sonido, siempre incluyeron temas que estuvieron a la altura de un grande como él.
No se puede decir lo mismo de sus comparecencias en directo. Sobre el escenario, le hemos visto de todo. Para el baúl de los horrores queda aquel concierto en Gares de mediados los años 90, que arrancó con horas de retraso, en el que no cantó una sola canción completa y que salvó in extremis la fan que subió al escenario, agarró el micro y defendió los temas como el líder de Extremoduro era incapaz de hacer.
Para entonces en su maleta había exitazos de los que llenaban pabellones. Pero sin los promotores adecuados, tuvo que ganarse la vida y el respeto regresando a salas pequeñas. En ellas, como en El Reverendos –hoy Ozone– le disfrutamos en un concierto casi íntimo apenas un par centenares de seguidores.
"La carrera de Robe ha seguido una curva de calidad creciente. Cada disco superaba al anterior gracias al talento de un artista que ha marcado una época"
Su carrera empezaba a remontar y terminó la década de los 90 llenando el Anaita hasta la bandera. En apenas un lustro su transformación había sido prodigiosa. De dar vergüenza ajena y salir a tocar en un estado calamitoso, había pasado a ofrecer un recital impecable en todos los sentidos. Era difícil creer que teníamos delante al mismo frontman que en Puente la Reina, solo tres años antes, había salido a tocar con el torso desnudo y un pantalón de chándal que se bajaba cada dos por tres para enseñarnos el trasero mientras amenazaba con irse. “Si me tocáis los cojones, cojo y me piro, y a ver quién os devuelve las mil y pico de pesetas que habéis pagado”, nos había repetido en más de una ocasión quien ahora defendía el Agila con maestría y profesionalidad. Por fin, Extremoduro gozaba del reconocimiento de un público ya masivo que coreó todas y cada una de las canciones en una noche memorable.
Con el cambio de siglo, Robe dio otro giro. Más arriesgado. Justo cuando agotaba entradas con Extremoduro, por muy amplio que fuera el aforo, se dispuso a liquidar el mítico grupo, y la pandemia se llevó por delante la que iba a ser la gira más rentable de todas las que había hecho desde que se colgó la guitarra a finales de los 80.
Dando nombre a su portentosa nueva banda, Robe ha firmado dos últimos discos que ya pertenecen al olimpo de la música.
En plena madurez, rodeado de unos músicos acorde a su estratosférico nivel creativo, quien se ha ido prematuramente deja un legado prodigioso para seguir disfrutando de él de por vida. Gracias, Robe.