En la mesilla de noche tengo una foto con el Olentzero. Los dos miramos fijamente a la cámara aunque con gesto diferente: yo, con una media sonrisa que encubre la timidez; él, muy serio, como molesto por la situación. Ese fue el cliché que eligió el fotógrafo, el hombre que vio a todos los vecinos del pueblo a través del objetivo. El retratista se llamaba Jaime Ollo y un coche le segó la vida cuando cruzaba la carretera una tarde de Nochevieja, aunque esto, como diría Miguel Sánchez-Ostiz “es de otro libro”.
Decía que el Olentzero calzaba en esa instantánea un semblante taciturno y un primer pelo rizado en la cabeza, descansaba en una silleta de paseo de lo más simple en su estructura y que posiblemente la habían utilizado conmigo tres años antes. En la foto, ya me sujeto de pie, agarro con las manos la silleta en un gesto distraído pero que con los años he interpretado que tenía más que ver con un arranque de sentido protector hacia él que con unos celos que jamas he alimentado. Pero lo más significativo es que ahí está el Olentzero, en pañales, y ni yo ni él lo sabíamos. Lo de los pañales sí, claro.
Como digo, el Olentzero vivía en casa, pero no nos enteramos hasta que una tarde de 24 de diciembre le vimos pasear calle abajo en el remolque de un tractor
Como digo, el Olentzero vivía en casa, pero no nos enteramos hasta que una tarde de 24 de diciembre le vimos pasear calle abajo en el remolque de un tractor, saludando a derecha e izquierda, sonriendo a niños y niñas, acompañado de un zanpantzar, animales de granja y txaranga que entonaba las notas: horra, horra… Visto a media distancia, encajaba con el perfil y el carácter del personaje; además, seguía sentado, como en la foto primitiva: no sea que se canse…
Mi Olentzero pelea durante todo el año por mantener el anonimato; sin embargo, los peques más despiertos, camino del cole a casa, le miran de reojo cuando se planta en la acera y cuchichean entre ellos. Alguno no puede contenerse: “Mamá, he visto al Olentzero donde el Elomendi…”. Putos críos.
Hoy es su día y he perdido la cuenta de los años en que el Olentzero se quita su habitual indumentaria de montañero, abandona su territorio de introversión y luce una gruesa barba, cada vez más blanca, como si el tiempo también pasara para él. Su agenda ha crecido tanto –visita colegios, ancianos y hasta algún pueblo del valle– como la multitud de vecinos que ahora le acompañan en el desfile. Yo, ya lo sabe, no le pido nada. Me conformo con seguir sujetando la silleta.