En tiempos de posverdad, cuando una mentira bien colocada o una verdad a medias basta para incendiar una plaza pública, la dignidad humana se convierte en moneda de cambio. Se ha visto estos días en Badalona, donde el desalojo de cientos de migrantes del antiguo instituto B9 –sin alternativa habitacional inmediata, solo resuelta parcialmente con la intervención de la sociedad civil, la Iglesia y la Generalitat– ha dejado imágenes que deberían avergonzar a cualquier país que se pretenda democrático.
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Decenas de personas durmiendo bajo un puente, a la intemperie, mientras los discursos más simplistas encuentran terreno fértil. Esta nueva realidad funciona así: se toma un hecho aislado, se amplifica, se descontextualiza y se convierte en argumento para justificar lo injustificable. En Badalona, el Ayuntamiento defendió el desalojo apelando a un supuesto aumento de la inseguridad, apoyándose en episodios puntuales –una muerte por apuñalamiento, un brote de tuberculosis o una agresión a un equipo de televisión, entre otros episodios– convertidos en prueba de una amenaza colectiva.
Pero no existe ningún estudio técnico que avale esa relación. Lo que sí existe es un discurso político que transforma casos aislados en una narrativa del miedo, muy útil para una demagogia aplastante. Los datos, sin embargo, son tozudos. Según el Balance de Criminalidad del Ministerio del Interior, el Estado registra hoy menos delitos por cada 1.000 habitantes que hace dos décadas, pese a que la población migrante ha aumentado de forma significativa.
No hay correlación entre migración y criminalidad; de hecho, la tendencia es la contraria. Lo confirma también la evidencia recogida por organismos internacionales, que alertan de que los discursos estigmatizadores no solo son falsos, sino peligrosos. Aun así, la mentira persiste porque es útil. Sirve para justificar un discurso político bastardo y de exclusión, desalojos sin alternativa y para convertir a personas vulnerables en chivos expiatorios. Sirve, en definitiva, para deshumanizar. Lo ocurrido en Badalona no es solo un fracaso político. Es un síntoma de algo más profundo: la renuncia colectiva a contrastar, a pensar y a exigir. Y mientras se siga permitiendo, se seguirá viendo cómo la indiferencia se convierte en política pública.