Quiero dejar claro que respeto todas las formas de pensar, religiosas así como agnósticas. Parte de los recuerdos más entrañables de mi infancia es el de mi primera comunión.

Tengo 40 años y, sinceramente, ya tengo olvidados la mayoría de los textos que teníamos que memorizar. Sin embargo, quedan latentes la alegría de ese día, el sentirme parte del grupo y el ambiente cordial que lo envolvía todo. Ahora es mi hijo pequeño el que tiene edad de comulgar. Por razones que desconozco (cosas de críos), a comienzo del curso escolar, al recordarle que tenía que asistir a la catequesis si quería hacer la comunión, su negativa fue rotunda. No conseguí averiguar la razón de tal actitud y decidí dejarlo correr un tiempo. La cuestión es que a tres meses de la fecha sentí cierta intranquilidad y, poco a poco, conseguimos convencerlo. Pero lo que creímos sería una bienvenida, se convirtió en una gran bronca de la catequista. Que si a ver si mi hijo sabía rezar algo, que a ver qué me creía retrasando al grupo?

Decidí hablar con el cura (joven, por cierto), y para el que no lo sepa, los niños tienen que cumplir dos largos años de clases para hacer la comunión. No he podido convencer al párroco de las circunstancias, y a cambio lo que me ofrece es que mi hijo comulgue el año que viene, con los del curso de turno, eso sí, después de los dos años de rigor. Ante esto sólo tengo preguntas: ¿cómo le digo a mi hijo que ya no hay comunión? ¿Puede la Iglesia permitirse el lujo de no ir con los tiempos? ¿Por qué no hay gente como nuestro querido J.J. en el seno de la iglesia? ¿Qué fue de la parábola del hijo pródigo? ¡Qué pena, uno menos!