De entrada, da bastante tiricia hablar con la muerte. A la mayoría no le gusta ni tan siquiera pensar, ya no digamos hablar de la muerte. Todo el mundo ha tenido, antes o después, algún muerto querido en la puerta de casa, ante los ojos. Cuestión de tiempo. La muerte es algo tan simple como una despedida para siempre. Nunca más volverá.

La religión intenta suavizarlo con el paraíso, los cielos, etcétera, o empeorarlo con el Dies irae, Día de la ira: fábulas bíblicas, formas de hablar de otros tiempos.

Los griegos se lo tomaban mejor y decían que sus dioses (los tenían a docenas), como se aburrían, crearon el hombre; y como también se aburrían, crearon la sonrisa y como seguían aburriéndose, crearon el amor. Pero se mataban a destajo. Y la muerte era natural.

Hoy en día no hay más que abrir la pantalla de la televisión y ver que a un segundo de los madrigales está la carne de horca: un aparato aficionado al regurgiteo de tripas al aire, cabezas arrancadas de cuajo, guerras televisadas, donde se juega a ver quién mata más. Eso sí: dejan bien claro que los muertos civiles de la guerra siempre son errores. Si cuando matan van de uniforme, son patriotas; si van en sudadera o con chilaba son asesinos.

Vivimos a campana herida y no pasa nada.

"Cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte, se dicen las verdades, las bárbaras, terribles, amorosas crueldades?".

La grandeza de la muerte es que nos pone a todos en nuestro sitio, a todos por igual. Por eso de vez en cuando no viene mal traerla a colación y pensar, porque pensar, ya lo decía Cicerón, es como vivir dos veces.

Polvo eres y en polvo te convertirás. Como las estrellas. No es ningún drama.

Saludos cordiales. Agur bero bat.