¡Ya era hora de echar el pestillo! Por fin se ha bajado la, desde hace muchísimo tiempo, carcomida persiana de la lucha armada. Eso también debería acarrear el fin de otra larga serie de consecuencias que también ha traído la lucha armada en forma de detenciones y encarcelaciones indiscriminadas o torturas.
Desde mi punto de vista, no deberíamos caer en el error de perpetuar el denominado conflicto vasco con un encasillamiento de vencedores y vencidos, ya que sería una repetición de lo que la sociedad lleva arrastrando con los fusilamientos y atrocidades cometidos durante los años de contienda civil del 36 al 39. Y todavía así nos va.
El intentar realizar este ejercicio no quiere decir, para nada, que nos vayamos a olvidar de las víctimas. Todas y cada una de ellas merecen un sentido y profundo respeto ya que, a fin de cuentas, se encontraron con la muerte de manera totalmente injusta, por una lucha que ahora sus defensores admiten, era del todo irracional.
Por otra parte, esta lucha generó una contralucha que también deparó víctimas de atentados, cal viva o bolsa y bañera en los interrogatorios. Todo ello engrosa una larga lista de nombres y apellidos que formarán parte de la parte triste de nuestra historia, en la que durante décadas el miedo y la violencia ha imperado en muchas vidas anónimas.
El jueves día 20 fue un día especial, no dejó indiferente a nadie. El político emocionado, la viuda resignada, el fanático idealista, el abertzale convencido, el escolta con futuro en el Inem, el ertzaina protegido por un pasamontañas, el que ve la botella medio vacía y le parece más de lo mismo, el incrédulo, el preso que sueña a través de los barrotes, los que apretaron gatillos pero lo dejaron hace mucho, las madres con hijos e hijas recién nacidos, todavía sin uso de razón, los abuelos que se han tragado todo el camino. Todos teníamos un motivo para mirar diferente, con ilusión. El primer e imprescindible paso estaba dado. El resto, están por llegar.