Fue a encontrar a sus amigos al bar de la esquina, el mismo donde un par de veces a la semana habían quedado para comentar la política, la religión, la vida durante años. En el bar desayunan y leen el periódico, lo comentan trabajadores, secretarias y amas de casa, jefes y empleados, a mediodía muchos comen en el bar y después, en no pocos de ellos, se juega la partida o se toma un café después, rondando la hora de la siesta. La tarde, cuando hace buen tiempo, propicia el placer de asomarse a la calle o degustar un refresco en la terraza, si la tiene.
El ocaso trae copas y alborozos nocturnos. Cafés literarios y tertulias también tienen lugar en los bares, y así estos se han convertido en nuestros liceos y ateneos. Es decir, el tejido cultural español, para bien o para mal, con sus excesos, sus borrachos, sus juergas noctámbulas y desdén por el trabajo, pero también con su vivaz encuentro entre amigos y familiares, con vecinos y extraños en la barra, está en los bares. Las tabernas nos llegan con poderosa tradición, de Baco a la celebración de las Bodas de Caná, para hacer la vida festiva, sagrada, religiosamente alegre, con la vid, de la que todos somos sarmientos, en esta ebriedad de la vida que hay que saber beber, sin perder el sentido, para ir más allá, hermanados más que por el alcohol, por la felicidad del encuentro mutuo. Todo esto pensaba mientras al bar acudía, pero se lo encontró cerrado. Habían cerrado ya en España doce mil bares en estos meses. Ya no se podía cantar el clásico Carmina Burana sino en pasado: in taberna quando eramus. Alzó solitario la copa en su casa y le brindó al buen Dios la pena.