Entre la larga lista de las cosas que a la política le gusta manipular, se encuentra la semántica, esa disciplina que estudia el significado de las palabras, para así darle la vuelta a los conceptos y confundir al personal. Resulta paradójico comprobar en los nombres de algunos países, como por ejemplo la República Democrática y Popular de Corea del Norte, que cuanto mas rimbombante son los nombres que ostentan, más alejados están los ciudadanos de los derechos que los mismos inspiran. También sucede con los partidos políticos, y podemos ver que partidos opuestos por el vértice con el pueblo llano se llamen populares u otros que, teniendo en su nombre palabras como socialista y obrero, practiquen políticas propias de la derecha económica mas radical. Pero quizás la broma mas sibilina en este aspecto sea eso de la monarquía constitucional. Se han vinculado por un lado la Constitución, pieza clave y documento garante de los derechos de los ciudadanos de una democracia refrendada por todos, y por otro la monarquía, el sistema de gobierno más arcaico y antidemocrático de la historia, en la que el poder recae en una sola persona y que, como en la época de los faraones, se transmite en forma dinástica. En todas las constituciones democráticas se suele decir que los ciudadanos y poderes públicos están sujetos a ella, que el poder emana del pueblo soberano, cosas así y también que todos tienen los mismos derechos. En la nuestra lo dice, pero se echa de menos un paréntesis que diga: a excepción del monarca y la familia real, que tienen muchos más y también más oportunidades, mejores sueldos y unos privilegios que en el caso del rey lo sitúan, aunque parezca demencial, por encima de nuestras propias leyes. Así que no es de extrañar que entre las mentiras de los políticos y semejante despropósito de contradicciones, el ciudadano de a pie no sepa por donde le da el aire.
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