Hemos aprendido todos a hacer de la mentira moneda de cambio. Algunas mentiras son benignas, las piadosas, que buscan solamente no ahondar más en la herida. Están también las mentiras coloquiales, esas que usamos para cuidar y adornar continua y convenientemente nuestros egos. Pero hay más, muchas más, como esas otras funcionales o utilitarias, que son como una especie de engrase del desarrollo económico. Tan sutiles han llegado a ser que apenas las percibimos porque, entre otras cosas, van envueltas en una especie de barniz milagroso que es capaz de cambiar de signo su real sentido y así, por ejemplo, eficiencia, si rascamos un poquito por encima de la palabra, se convierte la mayoría de veces en explotación. Son mentiras que la sociedad ha aprendido a aceptar, aunque de mal gusto, como necesarias, imprescindibles para dar sustento a los sueños de nuestros guías que, aunque delirantes a veces, hemos aprendido a ver como una tasa necesaria que debemos pagar en nuestro afán de conquista y de progreso. Utilizando un símil gastronómico, estas metas que perseguimos, son como una rata hedionda que comemos ansiosos cuando tenemos a nuestra disposición nutritivos y sabrosos alimentos para completar nuestra dieta.

Pero existe una mentira especialmente gorda, la peor de todas, esa que se aprovecha de la buena gente y de sus buenos propósitos, que toma el cariz de santidad pero que, si abrimos bien los ojos a la realidad, no solo nos da gato por liebre, sino que nos enfrenta arteramente por falsos dioses o, también, por aspectos culturales o idiomáticos de nuestras distintas razas y pueblos.