La Constitución española de 1978 tiene ya treinta y cinco años. Esto significa que, prácticamente, todo ciudadano español que tiene menos de cincuenta y cinco no se ha pronunciado sobre su vigencia. A mi parecer, este dato resta muchísima legitimidad a la norma suprema del Estado. Urge una reforma, una revisión e, incluso, la elaboración de un nuevo texto constitucional que actualice la normativa que condiciona el modelo de sociedad en el que vivimos. Este proceso se vislumbra como inevitable, puesto que, a medida que pasa el tiempo, los poderes del Estado español pierden legitimidad democrática progresivamente. Habrá quien ponga ejemplos de constituciones que llevan vigentes decenas e incluso siglos, pero en estos países la reforma o introducción de enmiendas, como es el caso de los Estados Unidos, es una práctica habitual.
En el proceso mencionado deberán abordarse todos aquellos problemas que, ya fuese por el ruido de sables, por la impericia democrática, o por los prejuicios ideológicos que imperaban en aquel momento histórico, se dejaron aparcados en el proceso constituyente que siguió a la muerte del dictador. Uno de los más graves y acuciantes es el de los nacionalismos históricos que, aunque a algunos les pese, han condicionado la convivencia democrática en este último período de la Historia del Estado español. El órdago soberanista catalán lo pone de manifiesto, lo mismo que lo ha puesto el conflicto vasco durante todos estos años. En la propia Galicia la demanda nacionalista va in crescendo. Otro no menos importante, e igual de actual, puesto que el juancarlismo como fenómeno social ya no existe, es el de decidir entre el modelo de monarquía parlamentaria o la república. Son estos temas que, antes o después, deberán abordarse.