Ya apenas me quedan diosas vivientes deambulando por estos atribulados y mutantes tiempos. La venerable anciana recientemente finada en California, Eleanor Parker, pertenece al mundo de mis fantasías. El destello inigualable que solo la industria del viejo Hollywood era capaz de crear descollaba en esta mujer. Una industria que no supo aprovechar todo el potencial que Parker emanaba. Pero son suficientes un puñado de filmes para que muchos, y muchas, amantes del cine clásico, tengan en esta actriz uno de sus máximos exponentes. No haré un recorrido sobre su filmografía, solamente esbozaré un breve mosaico tan refulgente como los vivos colores del cine de la época.
La bellísima y elegante dama de una Nueva Orleans todavía con ecos de Francia, en una jungla imposible, que destilaba estilo en cada secuencia más allá del piano. La rea sensible condenada por las circunstancias. La aristocrática austríaca reflejo de un mundo agonizante. Enfundada en unas botas y atuendo vaquero que no hacían palidecer un ápice su inmarcesible belleza y su exquisitez sin afectación. Y ese sea posiblemente uno de sus atributos más decisivos. Demostraste que se podía ser bella, talentosa y creíble. Porque pocas veces en la pantalla el brillo de unos increíbles ojos transmitían sentido, sensualidad e inteligencia en una tríada como lo hacía Eleanor.
Los desvelos de San Agustín hubiesen quedado resueltos si hubiese sido contemporáneo de tu hermosa sonrisa. Siempre permanecerás entre nosotros, como parte indeleble de nuestros sueños, adorada Leonore de capa y espada. Tu imagen merece un puesto de honor en mi particular Walhalla, en un busto que el mismísimo Bernini no hubiese dudado en esculpir.