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Carta al burro

He de reconocer que tengo debilidad por los burros pardos. Son tan simples y sencillos que me parecen metafísicos. Pero además, éste es especial. Su dueño es un pastor joven que lo viste y decora a la morisca, con unas alforjas de colores colocadas sobre una manta ligera de lana virgen. Cada lado de la alforja soporta un bafle de tamaño medio de donde sale la música que le coloca en el compac-disk: una discoteca ambulante, un auditorio rural a todo trapo con orquesta, coros y directores de primerísima línea, algo que a los griegos clásicos hubiera vuelto más locos de lo que eran, porque, aunque lo pensaron, las tecnologías sólo les alcanzaban todavía para usar espejos e incendiar barcos enemigos, avances nada despreciables pero insuficientes para rellenar el campo y los montes con la música celestial del gregoriano del monasterio de Silos o del rock con batería y bajo.

Y el burro del pastor tiene ese privilegio que enamora a los trigos, a las malvas, a las mariposas y a las zarzas. No se atreve a rebuznar de contento, porque sabe que desentona bastante, que un rebuzno es una orquesta disonante y demasiado moderna para el actual destrozo musical, pero todo se andará. No pierde la esperanza y aguarda su momento oportuno.

Hay más de una docena de burras que le llaman desde lejos para quedar a la noche entre flores de cardo, retamas amarillas y flores de alfalfa. Cuando su dueño, mi vecino de campo, se marcha a casa y le da suelta, después de colocar las ovejas en el corral, le espío, me acerco y contemplo cómo se mira en el espejo de la charca de las ranas y se acicala a la luz de la luna y camina lento o trotón, según le azota el sentimiento esa noche gozosa, hasta que las ranas respetuosamente callan porque se acerca alguna burrica guapa. No sé cómo le llaman. Le he puesto de nombre Ataulfo, porque hubo un músico que así se llamaba y porque me parece un nombre sonoro. Ataulfo es la estrella de los campos sin saberlo.