Mis dos amigos se miraron a los ojos durante un buen rato; se miraron a la boca y se besaron suavemente; se entrelazaron los dedos y pasearon bajo los magnolios en flor durante un tiempo. Ella tenía pene y él vulva. Un cura del barrio los casó en el altar, porque ellos creían como él, que el trozo de pan ácimo, la hostia se convertía en el cuerpo del hijo de Dios y el vino del cáliz en sangre. Se marcharon de viaje de novios al Mediterráneo a ayudar a los refugiados. Un grupo de paramilitares extremadamente religiosos los ametrallaron en las orillas del mar y cayeron junto a los cadáveres de niños arrojados por las aguas. Niños que habían nacido cerca del Eúfrates y el Tigris, cuna de religiones monoteístas. Entre tanto, Trump duplica el presupuesto militar, porque hay que ganar guerras; Aznar quiere suspender la autonomía catalana, el Supremo no deja que Franco desaparezca del Valle de los Caídos y un autobús rojo circula por las carreteras cargado de vulvas y penes ultras. Y así.