Ahora que llegan otra vez los exámenes mi mente se concentra en todo menos en estudiar. Que si el viaje con los amigos en verano, los Sanfermines, la fiesta que nos vamos a pegar al acabar los exámenes, etcétera. Luego abro los ojos y me encuentro con los apuntes ahí, en la mesa, recordándome que lo que tengo que hacer es dejar de fantasear y seguir estudiando. ¡Zas! Vuelta a la realidad.
Reconozco que la vida de los jóvenes es relativamente fácil, que no nos enfrentamos a tantos problemas como los adultos, pero también tenemos nuestras dificultades. Estamos acostumbrados a oír la frase por excelencia de aquellos que nos oyen quejarnos por estudiar: “si te quejas ahora ya verás cuando trabajes”. Y sí, en gran parte es cierto. Pero una cosa no quita a la otra. No quita a que tengamos que memorizar (y sí, digo memorizar porque aprender aprendemos muy poco) hojas y hojas para hacer exámenes que lo único que examinan es nuestra capacidad de retención. No quita a que sintamos una presión enorme por aprobar porque si no no vamos a ser nadie, o eso es por lo menos lo que nos hacer creer. No quita a que salgamos de clase y tengamos que ir a casa, comer y acto seguido estudiar porque si no no nos va a dar tiempo de memorizarlo todo. Y, bueno, tal vez no podamos compararlo con la vida que llevan los adultos, pero quiero recordar que es algo que también nos va a tocar vivir. Cada cosa en su momento. Y entonces, cuando nos toque vivirlo, volveré a escribir un texto idéntico quejándome de la mala situación laboral que estaremos viviendo (porque dudo mucho que nos espere algo bueno).