Veo que nadie pierde comba. Ya en pantuflas, oteo los carteles de San Fermín, mientras en la tele sigue ardiendo en bucle la cubierta de Notre Dame, y el político de turno enardece a los suyos en el socorrido mitin. Entre llama y llama, a vista de minúscula pantalla, no me emociona ninguno de los carteles seleccionados; quizá al natural sean otra cosa. Al estarse en campaña permanente, y ahora con mayor razón, es natural que se busquen las cosquillas al rival político. Y para muestra, un botón. Ya pasó algo parecido hace unos años, cuando hubo de retrasarse la inauguración del monumento al encierro porque el escultor (Rafael Huerta) había llevado al bronce a un edil pamplonés (Ignacio Pérez Cabañas). La recochina envidia ganó a la libertad del artista para elegir sus modelos. La historia se repite, y ahora la señora de otro edil tiene la culpa por aparecer, tal cual, en uno de los afiches seleccionados, y para más inri tocando el txistu. Pues eso, que si la del tamboril hubiese sido china o bielorrusa habría tenido opción de triunfar el cartelito, pero así, de neska y en alpargatas, no. En esa tesitura, que elija San Fermín.

Pero es que aún le extrañará más a nuestro santo festero lo que está pasando en el país vecino a costa de la llamarada. En la France de Víctor Hugo, su presidente, el ínclito Macron, se apresta a restañar la herida causada por el fuego a la dignidad de la grandeur francesa. Intuyo que semejante pesadumbre lo es en mayor medida por él mismo que por la France que representa, porque su sobreactuación es manifiesta. No creo que San Fermín, que juega a cartas con Voltaire, entienda bien que en un país en el que su Constitución proclama que “Francia es una República indivisible, laica, democrática y social”, tenga como uno de las máximos iconos nacionales a uno de los edificios religiosos más significado para el catolicismo. Tampoco nuestro santo entenderá los rezos de esa juventud que, arrodillada, imploraba a Nuestra Señora para que el fuego amainase, como si el inicio del incendio no se hubiese producido con la anuencia del Altísimo (o se cree todo o no se cree). Y no es que yo sea insensible a la destrucción de unas cerchas de madera y del pináculo que se inventó Le Duc, pero hay que reconocer que ver incendiada la cerchería de Notre Dame es una imagen purificadora, y enormemente bella la de apagarse la noche en París manteniéndose encendido ese gran candil medieval que ha venido a ser una cubierta prendida por un fósforo incendiario. No me cabe duda que los bomberos han actuado sabiendo lo que hacían (solo les falta encontrar la cerilla), aliviando el contorno del fuego para evitar su propagación más allá del maderamen inevitablemente condenado a ser cenizas. Pero sacar la manguera a tiempo nunca ha sido objeto de tanto encomio. Macron está sabiendo aprovechar hasta el último rescoldo del incendio, y ya ha anunciado que en menos de cinco años estará concluida la restauración. Sabe lo que dice. La mayor dificultad la va a encontrar en la toma de la decisión de restaurar la aguja de Viollet-le-Duc o reinventarse una nueva. El mandatario francés no haría mal en consultar a nuestros ediles pamploneses, a todos, sobre la vía a elegir para agilizar la decisión (con la pasarela del Labrit hay conocimiento ad hoc acumulado). De salvarse en unos meses el escollo de la decisión sobre qué hacer con la aguja, apuesto a que en tres años veremos resultados contrastables que Macron podrá ofrecer al respetable pueblo francés. Con el incendio, a Macron le ha venido San Fermín a ver. Y si se asesora bien, puede que llegue a inaugurar el nuevo templo antes de su reelección, en la que desde el púlpito de la catedral podrá gritar eso de “Vive la France, laïque, démocratique et sociale”.

El autor es arquitecto y novelista