Mi ilusión por los Sanfermines es como encender cada 6 de julio una cerilla de una caja que contenga tantas unidades como años quiero vivir. Los fósforos sin arder quedan a la espera de mejorar la suerte y prender al fuego en el siguiente chupinazo, al igual que mi incesante deseo de subsistir un año más. Total, que si el día 7 pillo entrada entre las sobrantes de las peñas en la calle Jarauta: ¡a los toros!

Magras con tomate, pan de Arguiñáriz que empuje la flora intestinal, cerezas de Echauri, bota de cuero negro mate que se puede doblar fácilmente para que el chorro de clarete de Cirauqui llegue más fino y silbante a mi boca y a las de los que están conmigo en andanada. Al final de la comida, bajo al ruedo por los asientos de graderío y me uno a Oberena en la puerta principal.

Si una tarde no consigo pase, a mi bola por la Media Luna, a ver gente del Hampa y demás rara avis para, después del último toro, juntarme en la arena a Los de Bronce y brincar con guiris americanos, que no saben mover los brazos a ritmo sanferminero, y bailan como si para levantar una pierna tuvieran que pedir permiso a la otra, conscientes de que así expresan su alegría por aprender a moverse al son de la música.

Así, hasta muy entrada la noche, en que me remojo en la fuente de Descalzos antes de echarme a andar hasta casa, en una especie de soliloquio inarticulado que solo entendemos yo y Arrabal el de Triciclo: chi, chu, cha, lamá, lalí, lalá, leli mala, lala lemo...