Las penas impuestas a los dirigentes políticos catalanes, lo mismo que ocurre con los jóvenes de Altsasu, son totalmente desproporcionadas. Y en este caso esa chocante disparidad parece si cabe más insostenible y despótica al tratarse de miembros de la Generalitat y otros altos cargos electos que han llevado a la práctica el mandato popular encomendado tras unas elecciones autonómicas que funcionaron en su día a modo de plebiscito, supletorio de un referéndum legal que el Estado no permitió, salvo en lo que atañe al 1-O de 2017. Cabe esperar que los tribunales europeos, como ha ocurrido en casos anteriores, pongan fin a este desaguisado, pero en todo caso un sector muy importante de la sociedad catalana percibirá durante mucho tiempo el Estado español como una macrocárcel de donde resulta imprescindible escapar. Y estos dirigentes nacionalistas obtendrán una recompensa patriótica catalana con unas connotaciones éticas que les supondrá un honor enorme entre sus numerosos seguidores. En estos momentos en que el Gobierno central, la justicia española y los poderes oligárquicos pretenden dar la imagen de que España es un Estado fuerte, vemos, sin embargo, que esa supuesta fortaleza puede volverse en su contra. El Estado no va a poder neutralizar el movimiento nacionalista catalán ni por la fuerza ni tampoco por medio de esa sentencia abusiva y vengativa, sino que, muy al contrario, la sociedad catalana observará a los dirigentes políticos encarcelados con gran admiración, las nuevas generaciones tomarán su relevo y lucharán por conseguir la libertad de su pueblo. Esa fortaleza manifiesta una debilidad latente, la de la excesiva severidad, la de haber perdido la razón y haberla sustituido por la imposición de una legislación que prima el centralismo. Y es que el Tribunal Supremo ha sentenciado unas penas de cárcel y de inhabilitación que no se corresponden con los hechos (colocar unas urnas para que la gente pueda votar sobre una cuestión que les incumbe en gran medida) ni con las identidades trascendentes de estos líderes políticos electos. ¿De verdad piensa el Estado español que puede, en pleno siglo XXI, mantenerlos en la cárcel por espacio de una década o más? El Gobierno tendrá que valorar de forma razonable proceder a concederles los indultos totales o parciales.

Sin embargo, con los actos vandálicos en las ciudades catalanas, los partes de heridos por las cargas policiales, los policías antidisturbios también damnificados, los cuantiosos destrozos en el mobiliario urbano, el movimiento nacionalista catalán ha perdido la oportunidad de manifestarse de forma totalmente pacífica, empañando su imagen a nivel internacional. Ahora bien, no se pueden mezclar actitudes ni meter a todos en el mismo saco. Los dirigentes nacionalistas han llamado a manifestarse pacíficamente desde el primer momento y, con independencia de la terminología empleada, han rechazado de plano las acciones violentas y vandálicas. El nacionalismo español goza tachando de violentos a los nacionalistas catalanes cuando esas acciones son contraproducentes y constituyen una verdadera traición al espíritu del movimiento soberanista. Existen precedentes históricos en Catalunya de ese comportamiento suicida. Durante la Guerra Civil de 1936/39, el POUM y la CNT protagonizaron revuelta tras revuelta contra la Generalitat y el Gobierno del Frente Popular mientras el frente de guerra se resentía de esa terrible deslealtad. Por ese motivo, las autoridades republicanas les juzgaron por colaboracionismo con el franquismo, algo que ha pasado a la historia como una injusticia, pero que de alguna manera se ve estuvo justificado, ya que perjudicaron notoriamente a la II República en su lucha contra el fascismo. Y ahora esos grupúsculos gamberros e irresponsables, herederos ideológicos de aquellos, han ocasionado un gravísimo perjuicio al procés y a la sociedad catalana en su conjunto.

El autor es escritor