Por razones de edad y carácter tengo por costumbre mirar atrás para recordar mi vida anterior y hacer digresiones sobre el pasado cuando estoy con adultos de mi tiempo, pero también cuando mantengo trato social con jóvenes, por más que solo hayan conocido la época actual. Ese asunto es, realmente, el objetivo de este texto: mencionar las formas de vida y costumbres de los años cincuenta en nuestros pueblos para que los chicos y chicas de hoy comparen sus modos de vivir con los que tenían sus abuelos o padres mayores cuando eran niños.

Por de pronto, ninguna casa, salvo la de algún rico, disponía de baño; con lo que, para lavarse a diario, servían tanto la palangana como el fregadero y, en verano, cualquier meandro de nuestros ríos Irati y Salazar. Por la misma razón, las defecaciones se hacían en el corral de la planta baja, donde los animales de tiro reposaban sin inquietarse por nada.

En lo referente al confort y bienestar, las viviendas carecían de ascensor, teléfono y televisión. Tampoco había frigorífico, y, para conservar ciertos alimentos, era necesario apañarse con una fresquera sostenida por dos varillas en la pared del sótano.

El fogón se encendía a soplillo, con astillas de madera y mixtos que prendían leños de cepa viaja. Años más tarde, como consecuencia del progreso industrial, se impuso la “cocina económica”: una especie de mostrador con plancha metálica y hornillo donde ardían trozos de tronco cortados a golpe de hacha; por lo que los únicos medios de calefacción durante el invierno eran los tizones en ascuas, el brasero en la alcoba o a pie de mesa en el costurero, y la botella de agua caliente para quitar el frío a las sábanas.

En la escuela, antes de salir a recreo, aparte del pan con birica que se traía de casa, nos daban un duralex de leche americana y un corte de queso amarillo Mr. Marshall para almorzar.

Nuestras madres realizaban un sinnúmero de quehaceres domésticos difíciles de abarcar; uno de los más fatigosos era llevar la colada en grandes bañeras, sobre la cabeza o debajo de los brazos, a conocidos sitios de los ríos donde había leras adecuadas para frotar y lavar sábanas con jabón chimbo y azulete.

Así, en efecto, fluía el sentido de la vida en aquella época; en esta fluye de manera diferente, sin que ello obste para que en las dos se mantenga armonioso. Lo cual, en resumen, me recuerda el inmodificable aforismo del oscuro Heráclito: “No puedes bañarte dos veces en el mismo río, porque nuevas aguas corren siempre sobre ti”.